No hay inclusión social plena sin acceso al empleo. Habrá quien piense que esta afirmación así de tajante es propia de otra época: unos, porque el trabajo ya no es lo que era, el empleo se ha deteriorado, y para muchos resulta un mal que hay que soportar lo mejor posible (cuando no hace demasiado tiempo se hablaba del trabajo remunerado como espacio de realización personal y, de hecho, ésta fue una de las banderas del feminismo en los años Setenta). Otros rechazarán también esa sentencia porque parece que hoy la inclusión social está más ligada a las prácticas de consumo que al ejercicio productivo.
Sin embargo, a muchos nos sigue pareciendo algo fundamental. Consideramos el trabajo como un eje vertebrador de la vida de las personas, un elemento que les ayuda a ser y comportarse como adultos y responsables, algo que no sólo nos proporciona una fuente de ingresos sino también unos compromisos y unos hábitos de vida que nos hacen ser ‘normales y corrientes’, igual a tantos otros, personas ocupadas con una vida normalizada. Con la grandeza de tener una rutina laboral sin, por supuesto, obviar por ello todos los inconvenientes que también le acompañan. Benditos inconvenientes, dirán muchos de los que están parados.
Hay dos grandes problemas que afectan a la sociedad y la economía en la que estamos: la tasa de paro muy por encima de cualquier otro país de nuestro entorno, y las tasas también tan altas de personas que carecen de cualificación alguna porque no han cursado educación ni formación postobligatoria y, si la han cursado, no hay pruebas fehacientes de su aprovechamiento. Para estas personas, el acceso al empleo resulta muy complicado y la competencia es desmesurada. La respuesta que durante tiempo se les ha ofrecido, y todavía hoy se considera parte importante de las políticas activas de empleo, es la formación. Pero la formación sola, en especial si es una formación de baja cualificación, no basta.
La intermediación laboral es algo más reciente entre las políticas activas de empleo pero en poco tiempo se ha convertido en un instrumento crucial. No es de extrañar, dada la diversificación de las ofertas de empleo y también la multiplicación de cualificaciones posibles, de oficios a los que concurrir y de niveles con los que se establecen y miden las cualificaciones. La intermediación es más que un proceso de orientación. La intermediación es mucho más que una bolsa de trabajo en la que se llevan a cabo emparejamientos. La intermediación (en especial cuando se trata de trabajar con personas que llevan tiempo desempleadas, que tienen baja cualificación y que, con mucha más frecuencia de lo que sería razonable, han pasado por procesos de exclusión social) es una medida que resulta también educativa, formativa, que ayuda al desarrollo de las personas, en tanto que personas y en tanto que trabajadores.
Con una formación suficiente y un proceso de intermediación adecuado, que ayude a las personas a conocer sus capacidades, a planificar su mejora, a tomar conciencia de las condiciones y características del mercado, a identificar sus expectativas y a organizar los pasos para dar cumplimento a las mismas (querer trabajar ‘de cualquier cosa’ es mal síntoma, todos tenemos alguna preferencia, es lógico, es bueno y, además, debemos procurar dar cumplimiento a esos deseos, a nuestra propia voluntad), se reúnen las condiciones que hacen de cada uno de nosotros personas aptas para el desempeño de una ocupación.
Todos tenemos capacidades, todos tenemos algo que ofrecer a los demás, todos podemos contribuir con algunas de nuestras cualidades a prestar un servicio a los demás, a resultar productivos para otros y para la sociedad. También las personas que están paradas tienen esas capacidades. También las personas que han atravesado por dificultades importantes en su vida tienen esas capacidades. De hecho, personas que han logrado salir de procesos de exclusión social, que han logrado superar dificultades de drogodependencias, procesos de rehabilitación tras su paso por prisión, que llevan una vida cotidiana en la que pueden hacer frente a alguna enfermedad o discapacidad; todas estas personas muestran un potencial bastante mayor que muchos de nosotros, que nos tenemos por personas corrientes pero capaces, para resolver problemas, desempeñar funciones y roles de distinto tipo; en definitiva, para hacer valer un conjunto de competencias clave y transversales que tan necesarias parecen hoy día para el desempeño de cualquier ocupación. Hace poco leíamos en esta misma revista un artículo en el que acabábamos descubriendo que el responsable de la empresa era una persona … invidente. Y, sin embargo, todo cuanto contaba lo convertía en un gerente hábil, responsable y exitoso.
Así pues, quizá debamos empezar a hacer frente a esta crisis con cierto optimismo, a tener la mirada puesta en descubrir las capacidades y los valores positivos, las oportunidades que nos presenta el mercado pero también las personas que trabajan con nosotros. A poner el énfasis en las capacidades y no en las dificultades. En el potencial más que en las limitaciones. Para aprovechar todo ese potencial.
Todo lo anterior se podría plantear en un par de reflexiones con las que quiero terminar estas líneas, a modo de sugerencias.
Por una parte, invitando a cualquier empresario, por pequeña que sea su empresa, a ofrecer en ella oportunidades de empleo y formación a personas desempleadas, en especial a quienes han pasado por los servicios de intermediación de entidades y organizaciones que les están ayudando en su incorporación al mercado de trabajo ordinario para llevar una vida independiente y productiva. Ver el potencial de las personas supone confiar en ellas, en su buena fe, en su voluntad de contribuir a prestar acertadamente y mejorar en lo posible los procesos productivos. Supone no verlas como mera mano de obra, a ser posible barata, que no se dedique a pensar (que para esto ya están otros) y que cumpla sin rechistar con las instrucciones que les damos. Las personas son la riqueza más valiosa que tiene una empresa.
La segunda sugerencia, que en igualdad de otras condiciones, la empresa consuma los servicios de otras empresas que se ocupan de la formación y el desarrollo personal de sus empleados, que les tratan apropiadamente, que les dan oportunidades (como las empresas de inserción, de las que hace poco también leíamos aquí otro artículo), que les forman y preparan para emplearse sin subsidios ni subvenciones, sino como cualquier otro trabajador. En Valencia, contamos con empresas de inserción dedicadas a mensajería, servicios a empresas, jardinería, recuperación de ropa, recuperación de residuos sólidos (electrodomésticos, ordenadores, papel y plástico), cátering. Es posible que, contratando alguno de estos servicios, podamos tener ocasión de comprobar como es mucho más el potencial que encierran las personas que las dificultades que pueden llamar la atención. Como decía el ‘principito’, lo esencial es invisible a los ojos, y también en el sistema productivo, en cada una de nuestras empresas, la aportación que supone el trabajo de cada uno de nuestros trabajadores pasa en ocasiones desapercibido y llegamos a pensar que cualquier otro lo haría igual.
Fernando Marhuenda, Patrono de la Fundación Novaterra y profesor de la Universitat de València.
Artículo publicado en la revista Economía 3, agosto 2012. ECO 3-AGO